Por: Rita Isabel
A las seis de la mañana uno de sus nietos la encontró arropada de miles de cadáveres.
Imagino sus dedos en movimientos coreografiados desenroscando las tapas de los potes de medicamentos en busca de las dos pastillas de las siete: la minúscula y la no tan pequeñísima. Sus movimientos son delicados y precisos a pesar del pulso en extravío. Puedo escuchar, sin oírlas, las frases repetidas como un mantra mientras busca las píldoras y espera que el reloj marque la séptima hora. Puedo imaginar su mirada, a través de las persianas, en busca de descifrar quién la acompañará. No tiene teléfono para llamar y preguntar. El temor a la oscuridad en soledad aumenta.
Imagino su andar lento, tenso en busca de cómo dar cada paso con el bastón en una mano y en la otra la lámpara, pesadísima para sus brazos de noventa y seis años. Marcha en equilibrio precario para no caer. La veo signándose frente al cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que casi no puede percibir en la oscuridad, pero que no duda de su presencia en aquella pared en la que lleva colgado más de cuatro décadas.
Quizás gritó el nombre de alguno de nosotros, pero nos encontrábamos muy lejos para escucharla o el llamado se ahogó con el ruido de los generadores de electricidad de las casas cercanas. La pienso valiente. Lava su dentadura postiza, su boca y su rostro. Camina a su cama en la penumbra como si cruzara sobre una cuerda floja haciendo malabares con la linterna y el bastón para no volver a caer.
Grito para mis adentros: ¡Tiene casi un siglo!
La puedo ver tanteando en la oscuridad. La siento valerosa vistiendo o desvistiendo su cama para acostarse. Ya sentada sobre el colchón, comienza el ritual nocturno. En esta ocasión sola. Suelta su cabellera y guarda las horquillas debajo de la almohada. Se desnuda. Muda de ropa con dificultad y con el dolor en el brazo como un aguijón de impotencia que le recuerda aquella caída en soledad cuando sus huesos eran menos débiles. Acentúa el arco de su espalda, con esfuerzo arduo, para alcanzar sus pies y calzarse las medias; apenas llega a la punta de los dedos de cada extremidad. Un tirón de dolor la detiene en cada intento. Lo logra… solo en un pie. La sientopienso con deseos de llorar, el pecho inundado de lágrimas, pero no se da permiso al desborde ni a mejillas mojadas. Nadie llegó para acompañarla y la noche menguante la viste de pesadez.
Cierro los ojos y veo lo que ella. No distingue la identidad de los muebles, de los cuadros, de las figuras conocidas en su altar de santos carcomidos por la polilla y la colección de divinos niños ajados por el continuo aseo… No reconoce su hogar. Su mirada está empañada y en la ausencia de sol la pierde. Cierro mi puño y percibo sus manos temblorosas por ser olvidada en noche oscura.
Imagino la magnitud de su temor. La sangre galopa en sus venas demasiado rápido; temerario para un corazón de casi diez décadas. Entre el hormigueo en la piel de pasos de ciempiés que no están, entre el peso de saber que es víctima de la desmemoria… los minutos no pasan, se detienen viscosos. En nocturno precario, en esta isla triturada por vientos, lluvias y corrupción, la abuela está abandonada.
Sin certezas de lo que escucha, ve o espera… una memoria longeva se sumerge en lo incierto. La ausencia de luz le oprime el pecho, le enfría los dedos del pie desnudo. Su piel traslucida se eriza. Teme. El susto se le atraganta en la garganta, ni en rezo sale. Pánico… Las cuentas de su rosario están detenidas en sus dedos agarrotados por la falta de compañía; se le incrustan en la piel helada de la palma de sus manos. Desolada… Implora.
Responde primero uno, luego otro, decenas, centenas, cientos, millares de puntos luminosos. Piadosos, acuden al llamado de la fragilidad, de la ancianidad, de la fuerza vital de la que implora. Y se hizo la luz… Memoriosos concurren por las caricias dadas, por el amparo y el cuidado obsequioso recibido por los que hoy no han podido recordar… Regresó lo conocido… El sueño la vence… Reciprocando su intenso amor, miles la acunan, toda la noche, cubriendo de luz las sombras, recobrando la identidad del hogar… hasta dar la vida por unas horas con ella.
Por eso, a las seis de la mañana, uno de sus nietos la encontró arropada de millares de cucubanos muertos.