Por: Rita Isabel
A mi familia de sangre y de palabra por servirme de inspiración…
La mamá-abuela sonrió al ver el rostro de contentura en su nietecito. Quiquito acababa de encontrar la cajita para los camellos de los Tres Reyes Magos sin las semillas, las flores y la hierba, pero llena con una caja envuelta en tela de saco. El pequeño se acercó trémulo a la caja y, con un movimiento juguetón, agarró el paquete. Abrazó el regalo y cerró los ojos. La abuela, miró al papá-abuelo que sonreía tanto o más que ella. Aunque ninguno lo dijo, ambos pensaron que su muchachito tenía la expresión que ponía cuando comía sus golosinas favoritas. Pasaron varios segundos antes de que Quiquito decidiera arrancarle con movimientos rápidos la tela. Si el regalo en la caja lo sorprendió con regocijo contagioso, ver lo que los Reyes le obsequiaron lo dejó asombrado y dando brincos de agradecimiento a la magia de los Santos Reyes. El abuelo y la abuela estaban embelesados con tanta alegría. El abuelo sentía que, ver a su nieto tan contento, le causaba una sensación más chispeante que tomar lágrimas del monte. La abuela pensó que su pequeño Enrique tenía una expresión similar a cuando vio por primera vez estallar las semillitas de las miramelindas o cuando le enseñaron como se dormía el moriviví.
Desde que tenía memoria los Tres Santos Reyes solo le dejaban golosinas, con suerte gallitos y el mejor regalo que había recibido era un trompo. Mas lo que cargaba trémulo en sus manos lo dejó boquiabierto casi por un minuto. Miró a su abuela, luego a su abuelo. Ambos estaban parados muy cerca de él y lo observaban con rostros cansados, pero iluminados por un regocijo pleno en la mirada. Quien presenciara aquella escena familiar y se le pidiera que la describiera con una sola palabra no dudaría ni medio segundo en decir: plenitud.
La estampa improvisada no se interrumpió con el ladrido del perro, pero sí con los primeros acordes del cuatro, la guitarra y el tiple que anunciaban la parranda de Reyes que esperaban sin esperar ese día. La trulla del compadre Carmelo y la comadre María. Año tras año llegaban hasta allí. Ellos los recibían con tembleque, majarete, arroz con dulce, dulce de papaya, coquito y más delicias navideñas. Enrique risueño voló con su avión hasta el balcón, aún con la sorpresa cosquillándole en la piel. Un avión, los Reyes Magos le habían regalado un avión.
***
Pasó casi un año, hubo lágrimas, desconsuelo, zozobra. El abuelo estaba serio, la abuela cabizbaja. Enrique no encontraba su avión. Quiquito lo perdió. La abuela con voz mustia lo instó a pedirle otro a los Reyes Magos. ¿Otro? Enrique solamente quería su avión.
***
Aquella víspera de Reyes, con el corazón tamborileando de expectativa, con una sensación vertiginosa como cuando se montó por primera vez en uno de los corceles del carrusel de la plaza de recreo del pueblo, se acostó contando ovejas, cabras, vacas, cerdos, caballos hasta quedarse dormido.
Y pasó la noche y el cielo se iluminó.
La abuela apretó la mano del abuelo al ver el rostro de contentura en su nietecito al encontrar la cajita para los camellos de los Tres Reyes Magos sin las semillas, las flores y la hierba, pero llena con una caja envuelta en tela de saco. El chico se acercó trémulo a la caja y con un movimiento ágil agarró el paquete. Abrazó el regalo y cerró los ojos. El abuelo soltó la mano de la abuela y le pasó el brazo por la cintura y le tomó la otra mano. Aunque ninguno lo dijo, ambos pensaron que su muchachito tenía la expresión que ponía cuando comía arroz con dulce sacándole las pasas. Pasaron varios segundos antes de que Quiquito decidiera desenvolver con movimientos lentos la tela. Si el regalo en la caja lo sorprendió, ver que los Reyes le cumplieron su deseo lo hizo recitar bailando con contentura como si cantara:
Los Tres Santos Reyes
yo sé quiénes son
Baltasar primero, Gaspar y Melchor.
La abuela y el abuelo estaban embelesados con tanta algarabía. Dudaron, pero luego de escuchar al chico repetir y repetir en baile peregrino, sonrieron y rieron hasta que escucharon el tintineo delator de una pandereta para luego oír los acordes del cuatro, la guitarra y el tiple. Llegó la parranda que esperaban sin esperar.
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Pasó casi un año, hubo llanto desconsolado. El abuelo estaba serio, la abuela cabizbaja. Enrique no encontraba su avión. Quiquito lo extravió. La abuela no dijo nada cuando el nieto la miró a los ojos. El abuelo ordenó que el llanto cesara. Hubo silencio. Enrique se enroscó en una esquina como un gongolí.
***
Aquella víspera de Reyes, Enrique se acostó muy tarde; pues se quedó contando estrellas.
Y pasó la oscuridad nocturna y se hizo la luz.
La abuela apretó la mano del abuelo al ver el rostro de contentura en su nietecito al encontrar la cajita para los camellos de los Tres Reyes Magos sin las semillas, las flores y la hierba, pero llena con la caja envuelta en tela de saco. El pequeño Enrique se acercó trémulo a la caja y con un movimiento ágil agarró el paquete. Sosteniendo el regalo en sus manos, cerró los ojos. El abuelo soltó la mano de la abuela y se fue para el balcón. Pasaron varios segundos antes de que Quique decidiera desenvolver con movimientos pausados la tela. Una vez más los Reyes le cumplieron su deseo, abuela se fue al balcón cuando lo escuchó recitar:
Los Tres Santos Reyes
y las tres Marías
salieron de oriente
y les cogió el día.
La abuela regresó con el abuelo. Ambos instaron a Quique a mirar nuevamente la cajita. Había golosinas de las que tanto le gustaban. Comió una y les ofreció a los abuelos. Dudaron, pero la insistencia del chico los hizo endulzarse el cielo de la boca olvidando las amarguras de su lucha diaria, hasta oír los acordes del cuatro, la guitarra y el tiple. Llegó la parranda que esperaban sin desesperar.
***
Pasó casi un año, hubo llanto quedo. El abuelo estaba serio, la abuela cabizbaja. Enrique no encontraba su avión. Ya no estaba. El abuelo lo invitó a dar una vuelta y el llanto cesó. Hubo silencio.
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La abuela intentó tomar la mano del abuelo al ver la sonrisa en el rostro de Enrique al encontrar en la cajita para los camellos el regalo envuelto en tela de saco, pero él alejó la mano para coger la taza con lágrimas del monte. Bebió un sorbo y le ofreció a su esposa que, con un gesto indescifrable y la mirada a punto de lágrimas, declinó el ofrecimiento. Enrique se acercó a la caja y con un movimiento lento agarró el paquete. Desenvolvió con calma el envoltorio. No hubo sorpresa, pero sí alivio al ver su juguete. Miró al abuelo que tenía la vista fija hacia un punto incierto, observó a la abuela que miraba al abuelo sin saber dónde colocar sus manos. Enrique corrió a su hamaca que le servía de habitación. Buscó un güiro que había preparado para el abuelo y unas maracas que había hecho para la abuela. Se volvió al abuelo y le entregó el güiro para luego entregarle a la abuela las maracas y dijo: Regalos, los hice con la ayuda del tocayo de uno de los Reyes, don Melchor Torres el músico artesano, soy su aprendiz. Prontamente se acercó a la abuela para abrazarla y besarle las manos, se acercó al abuelo y lo abrazó. Le tomó las manos y las apretó sintiendo la aspereza que los años de trabajo le habían tatuado en los dedos y las palmas de las manos. Dando saltos regresó a su hamaca y en el momento que tomó unos palitos que hizo para él, escucharon los primeros acordes de la guitarra, el tiple y el cuatro. Salieron los tres a recibir la parranda de la comadre María y el compadre Carmelo con una sonrisa danzando en sus cuerpos.
***
Pasó casi un año, hubo entereza cómplice. El abuelo estaba serio, la abuela atareada. Enrique no encontraba su avión. Una vez más, no estaba. Hubo silencio. De aquello nadie habló.
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En día de Epifanía y por la magia de los Tres Santos Reyes Magos, Enrique recibió el avión junto a golosinas, tres gallitos y un trompo.