Natividad exponencial

Por: Rita Isabel

No sé si los demás lo escuchaban con la claridad torturante que yo. El sonido que emitía el minutero del reloj de la cocina me obsesionaba. Mi incapacidad de ignorarlo me hizo pensar que era un tinnitus tamborilero. Mas mi prima manifestó el mismo malestar. Pensé que aquel fastidio que sentíamos nos hermanaba al personaje de El corazón delator. Pero aquel insoportable ruido no se comparaba con lo que nos pasaba. Después de los primeros comentarios de perplejidad, por la cantidad de pasteles que estimábamos que saldrían, por los ya hechos y la cantidad de masa que quedaba, no hubo más plática y el sonido del trabajo llenó la estancia junto al mantra de abuela (el de ese día):

Si me dan pasteles dénmelos calientes,

porque el pastel frío empacha a la gente.

Si me dan pasteles no me den cuchara,

que mamá me dijo que me los llevara.

Quizás la ausencia de diálogo era porque temíamos que decir en voz alta lo que pasaba, o no pasaba, era admitir que aquello era algo raro. Además, el cansancio ya nos desesperaba y lo que comenzó como una actividad de circular contentura, se transformó en una laberíntica labor. En un instante una de las tías no pudo más y afirmó que aquello parecía la multiplicación de los peces y los panes, pero de carne y masa. Se podría pensar que aquella afirmación nos aliviaría al sugerir un milagro, no obstante, como lo dicho estaba acompasado por el tic tac del reloj, me pareció la confirmación de que sufríamos un maleficio. Mami, la mayor de los hermanos, se atrevió a exteriorizar lo que todos pensábamos: pero… de dónde sale tanta masa, compré la mitad de yautía morada y blanca, la mitad de papa, de calabaza, de guineo y plátano que lleva la receta original. No entiendo cómo es que hemos hecho más pasteles que nunca. Parece que no vamos a terminar.

La carencia de reacción a lo dicho por mi madre fue una confirmación de un pacto de silencio. Repasé lo que hicimos y no había duda; la lógica materna tenía razón, la masa y la carne debían haberse acabado con un centenar de yuntas. Pero no, había carne de cerdo para rato con sus pasas, garbanzos y aceitunas verdes en equitativa proporción. Lo mismo pasaba con las hojas de plátano amartiguadas(amortiguadas), el hilo y el papel.

Parecíamos una máquina extraordinariamente ensamblada a todo fragor o una orquesta integrada en armonía perfecta: papel, hoja, cucharon de masa, ondulación en el centro, porción abundante de carne, doblar, enyuntar, amarrar, colocar en la bandeja y las manecillas del reloj en carrera. El ruido minutero llenó todo el espacio, ya el mantra de abuela no le hacía competencia. Ella dormitaba en el sillón desde que cató uno de los pasteles que se hirvieron para su aprobación, que fue afirmativa. Antes de dormirse nos sentenció que hiciéramos suficientes. Ahora su sentencia me pareció un mal chiste.

Nuestras manos temblaban, las espaldas crujían, las cinturas clamaban por un descanso y por lo menos a mí el reloj de la cocina me ensordecía. Pero ninguno se atrevía a poner un alto a aquello. Nadie quería ser tildado de aguafiestas. Cuando pensé que no podía más, que sería yo la que se daría por vencida, todos nos quedamos petrificados, patidifusos, perplejos. El espanto entintó de pálido el rostro de varios de nosotros, a otros la piel se les heló. Escuchamos marcar las tres en punto al carillón del reloj de cuerda de abuela. El reloj de cuerda que está guardado en el clóset. El reloj que no sirve. Está dañado desde hace más de dos décadas. Ella despertó y afirmó a viva voz: las tres, hora del café. Luego preguntó: ¿ya terminan? Nos miramos y observamos la mesa. Sí, respondimos con pasmoso alivio. Ya no quedaba masa, ni carne en los recipientes. Solo teníamos dos pasteles a medio hacer. Mi sobrina intentó comentar: ¡pero si hace un instante estaban llenos de masa y carne! Y digo intentó porque las tías con el traqueteo de los trastes en el fregadero acallaron su afirmación de sorpresa. No sobró ni faltó nada.

Tío, con la supervisión de todas las tías y mi madre, examinó el reloj de cuerda. No hubo hipótesis que pudiese explicar cómo había sonado. Era definitivo, estaba dañado y sin posibilidad de arreglo. Nadie quiso especular sobre por qué o cómo sonó. Mucho menos quisieron mencionar algo sobre la cantidad excesiva de pasteles. Teníamos pasteles y punto. Cada cual cargó con abundantes yuntas para congelar en sus refrigeradores.

Al día siguiente, cuando preparamos el coquito y por poco se derramó del ollón donde solemos mezclar los ingredientes, mi primo se aseguró de despertar a abuela y no esperar al carillón. A mí me tocó despertarla en Noche Buena para no hacer arroz con dulce de más. Esperé un buen rato antes de hacerlo porque, masoquista al fin, me interesaba volver a escuchar el reloj, pero se tardaba demasiado y ya tenía más que suficiente de arroz con dulce para la navidad.

Publicado por Libros pasajeros

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