¿Por qué escribo? 1: Una pelotita de pimpón

Una pelotita de pimpón rosada (¿o verde?)

¿Por qué escribo?

Por: Rita Isabel

No puedo asegurar que sea rosada; de seguro era verde. No obstante, me parece que, una pelotita de pimpón rosada o verde, abre un mayor espectro de interpretaciones. No sé cuándo escuché por primera vez este chiste; olvidé mencionar que me refiero a un chiste. Tampoco recuerdo quién me lo contó, pero junto a la representación jocosa «¿De quién puede apagar la vela?» era mi favorito. Sin embargo, de los dos, el de la pelotita de pimpón se impuso por la impresión final de lúdica interrogante. Cuando pienso sobre por qué escribo saltan varias imágenes que sirven de respuestas, una de ellas es esa: ese chiste y yo. El resto de imágenes serán el pretexto para continuar escribiendo, un día de estos, sobre por qué escribo.

«Una pelotita de pimpón verde» me remonta a recordar a la pequeña Ritabel que lo escuchó por primera vez y que quedó ávida por saber por qué. Luego rememoro, y veo a la minúscula Ritabel contándolo cada vez que tenía la oportunidad de un oyente dispuesto a escuchar. La recuerdo en el acto de prolongar el interminable chiste, aun más de lo que es, con, en o por el deseo de crear suspenso para observar la reacción, la expectativa de quien la escuchaba. Pero no solo la Ritabel pequeñísima y en crecimiento contó este chiste, también de joven y no tan joven, Ritabel lo narró.

Creo que cuando escribo sigo contando el chiste de la pelotita de pimpón. Sigo buscando provocar, crear expectativa, jugar con las palabras, urdir con el cómo digo lo que digo, generar un signo de interrogante, múltiples cuestionamientos, diversas interpretaciones y una incomodidad atrayente en quien me lee. Aquí va una versión escrita un poco distinta a la que escuché y conté cuando mis años podían contabilizarse con los dedos de las manos; hoy ni sumando los dedos de los pies, a los de las manos, me alcanza para contar mi edad. Esta vez lo narraré como homenaje a la impresión indeleble que puede dejar lo que se narra, aunque sea una anécdota jocosa de una pelotita de pimpón rosada, ¿o verde?

*****

No conocía el significado de la palabra hermano, mucho menos la de primo o tío; eran palabras huecas. Era el retoño de la quinta generación de hijos únicos, casados con hijas únicas; por eso, sus lazos de sangre tenían poca ramificación. Sin embargo, a edad que madrugó en entendimiento, comprendía, sin saberlo, lo que era ser consentido. A imagen y semejanza de niños de revista, de modelos de hermosa perfección, fue criado a puro mimo. En su sexto cumpleaños, con estreno de mella y a un paso de los por qué, luego de dejar a un lado los qué que vinieron después de los no, fue el eje de un festejo pomposo, y olvidable para él, con un compartir en las redes sociales más que con los invitados. Antes de las pompas y el jolgorio, real para el virtual, papá quiso complacerlo y preguntó:

–A ver Fulanito, ¿qué quieres para tu cumpleaños? Papá y mamá te lo regalarán –afirmó con voz que parecía alimentada con el helio de los globos inflados, pero con efecto a la inversa: grave.

–Una pelotita de pimpón verde –contestó de inmediato Fulanito con toda la seguridad que da la certeza de que no hay nada más importante que lo que se quiere.

La sonrisa con la que mamá lo alentaba a hablar se congeló en una mueca de escándalo silenciado. Papá, que hasta el momento hacía un esfuerzo por evitar pensar que lo niños de seis años eran exceso de mocos y escasez de dientes, se hundió en el asombro como si le pesara aquella petición simplona con la que su hijo dejaba pasar una gran oportunidad.

–No, te regalaré una bicicleta azul y un DS –contestó con un poco de impaciencia, dureza y orgullo.

No se dijo más. Cada nuevo año, consolas, juegos de video, computadoras, bicicletas, aviones a control remoto y mil artefactos novedosos a precio de primicia, llegaron a las manos de Fulanito. Mas, careció de cenas de tres, conversaciones absurdas, contemplar el cielo, visitar a los abuelos en el asilo, la puntualidad a sus eventos escolares, los abrazos y los consejos; pero lo que le faltó no lo extrañó, pues nunca lo tuvo. Los regalos y las ausencias se sucedieron hasta llegar a la fiesta de los 12 años de edad. Papá estaba loco con su pre-adolescente, que como muchos, se adentraba en los eso no es justo, porque tú siempre y tú nunca. Dispuesto a parecer un padre amigo, y como era la costumbre entre sus conocidos, celebraron con un triduo de no cumpleaños por el cumpleaños: primer día de festejo fue una salida al cine, la segunda una acampada y el tercero ir a la bolera. Previo a la tercera celebración y en el colmo de proyectar el amigazo que era, el padre preguntó a su hijo:

–Fulanito, ¿qué quieres que te regale por tu cumpleaños? No escatimaré en el precio –preguntó y afirmó papá con la mirada preocupada de mamá como fondo, que presentía la respuesta de su perfecto hijo modelo, a lo deportista que se convierte en imagen rentable.

–Una pelotita de pimpón verde –respondió Fulanito con la certeza de quien ha anhelado por mucho tiempo algo que se le niega consecuentemente.

Mamá intervino con un movimiento que solo ella sabía que aplacaría el gesto iracundo de papá. No hubo respuesta, ni reacción evidente del padre que se resignó a escuchar estupideces. Al día siguiente el papá le trajo un kayak como regalo. Conciertos, viajes, pasadías, todoterreno y el más reciente aparatito tecnológico se sucedieron por meses que se agrupaban en años, junto a las distancias que se abren en las generaciones cuando el adulto se alimenta de la tensión social y la apatía colectiva, y el menor interpreta el rol, de rebelde sin causa, impuesto para su edad. Llegó el limbo de la mayoría de edad para Fulanito y con ella los privilegios ambiguos y las prohibiciones absurdas ante las responsabilidades mortales que la acompañan. El padre ni en breve pereza, con la danza del humo de los tabacos que fumaban juntos y la amarga espuma de la bebida refrescante que compartían como marco, osó a preguntar con tono de cómplice, de compinche, de camarada.

–¿Qué quieres que te regale? Pide lo que quieras que te lo voy a dar.

–Una pelotita de pimpón verde –respondió Fulanito con voz grave y segura.

–Tú y tu broma, creo que un nuevo auto es lo que va. –dijo el padre ignorando el deseo de su hijo y dando por chiste lo serio.

Estudios graduados y subgraduados se sucedieron junto a la caída de hojas en un Vancouver con cuatro estaciones enmarcadas como cuadros de pintores impresionistas. Lo chic entre sus amistades era enviar a sus hijos modelos a universidades de renombre fuera del país; en su momento el destino para presumir era Canadá. Ya de regreso a su isla caribeña, con novia internacional de ojos como luna menguante, el padre emocionado ante la noticia de la boda pregunta a su hijo.

–¿Qué quieres de regalo de boda?

–Una pelotita de pimpón verde –dijo sin dudar Fulanito.

Un silencio de desavenencia impregnó el rostro del padre. Una incomprensión en mutis erizó la piel de Fulanito, que no tiene ya nada de diminutivo. El careo en ausencia presente fue inútil y culminó en distanciamiento. La luna de miel fue el regalo, el destino de melaza, por supuesto, uno ambicionado por la claque circundante. El regreso no estaba previsto con tanta prontitud. El retorno fue un traslado a un destino que no era el final; ya no llegarían los recién casados a su Vancouver. Los padres tuvieron que ir a buscarlo a un hospital en un país de carnavales. Encontraron a su hijo maltrecho, delirante luego de un accidente de esos que no se cuentan. La esposa de ojos como luna menguante ya no estaba. En un momento lúcido de Fulano, el padre en un arrebato de querer llenar ausencia con regalos, como era su costumbre, expresó:

– Pide lo que quieras, te lo daré.

–Una pelotita de pimpón verde –exhaló el joven que estrenaba viudez precoz sin desasir la mirada de los ojos de su padre en petición desafiante.

–Pero… está bien, tendrás tu pelotita de pimpón verde. Pero necesito saber… tu madre y yo necesitamos saber, para qué, por qué quieres una pelotita de pimpón verde –dijo con lentitud, como si las palabras le tatuaran la lengua con tinta de suero espeso. Ya no miraba a su hijo, observaba el peso en lágrimas que se derramaba por los ojos de su esposa.

–Quiero una pelotita de pimpón verde para… porque… – Fulano no pudo decir más, aunque su mirada era como de quien agradece, por fin, ser escuchado. En ese instante fue ausencia. El aire apestaba a conversación malograda por ser a destiempo.

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Publicado por Libros pasajeros

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2 comentarios sobre “¿Por qué escribo? 1: Una pelotita de pimpón

  1. Yo recuerdo muy clara y vívidamente quien nos contó ese chiste… No era tan niña y ahora sé que se trató de una pre monición. Hubo una persona que si escuchó siempre atenta. Esa persona supo desde el alma sin saber en la certeza, el porqué y para qué el necesitaba esa bolita de pin pon rosada o verde, que pensándolo bien pudo haber sido azul o de cualquier otro color. Entonces él no se fue solo al cielo. Ella lo vino a buscar. Le tendió su mano amorosa e incondicional; la aceptó con alegría y abrazándola se fue sin llorar.

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