Por: Rita Isabel (Titi Rita)
A Bernardo Andrés cuando aún no respondía a Berny
El rostro del señor Ojos se iluminó con la llegada de la querida tía postiza. El niño parlanchín, con tres años de edad, abrazó enérgicamente a la tía, una amiga entrañable de la familia. Ambos cruzaron sus miradas pícaras y sonrieron con inteligencia, como si sellaran un pacto.
La de la cabellera azabache y olor a vainilla tomó el libro que le ofrecía, el de los rizos adorables y olor a nuevecito. La tía se sentó e invitó al pequeño señor Ojos a sentarse en su falda. Invitación que el pequeño aceptó. En un (¿o dos?) pestañear después, la tía comenzó la narración. Atención en demasía, concentración inquietante, silencio excesivo… uno escucha y la otra cuenta que cuenta.
El señor Ojos escucha una retahíla de palabras sobre una gallinita colorada, que quiere sembrar, que habla con unos animales para que la ayuden y no lo hacen, que quiere cosechar y el que ronronea, el que ladra y la que muge no la ayudan, que si un molino, que si un pan… y colorín colorado este cuento ha terminado.
Entonces, el señor Ojos con el ceño en severo gesto mira a la tía. Ella sonríe en espera de las preguntas; pues de seguro habrá preguntas. Tanta atención, concentración y silencio es sin lugar a dudas el preludio a un interrogatorio. El pequeño señor Ojos acerca sus labios a la oreja de la tía y le susurra con su voz infantil…
–Tía, las gallinas no hablan.
Los que fueron testigos del evento dirán que como voz narrativa me equivoco. El señor Ojos no susurró, ni intentó siquiera ser discreto, mucho menos esperó al final del relato. A viva voz, y desde el principio del cuento, afirmó que las gallinas no hablan.