Por: Rita Isabel

A la pequeña Monín no se le negó la crudeza de los cuentos de un Juan Bobo que llega hasta al fratricidio con su lógica juanesca. En los atardeceres en casa de mamá y papá, sus abuelos maternos, mamá narraba historias de esas que la oralidad salva y trasmite de generación en generación. Entre cuento y cuento aprendió rimas y canciones breves con la abuela que como ella era tocaya del santo sin nacer y mártir sin morir. De escuchar a leer, la fascinación por la palabra con ritmo y cadencia enfrentó a Ramonita con la pregunta:
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía… eres tú.
Pero antes que los versos y la prosa de Bécquer flotasen ante sus ojos, en la época que aprendió a trazar las letras para su nombre: la ere, la a, la eme, la o, la ene, la i, la te y la a, conoció las palabras de Rubén Darío. A viva voz y a voz en cuello declamaba:
Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar;
tu acento.
Margarita, te voy a contar
un cuento.
Recitaba hasta la última palabra disfrutando la rima y el ritmo de la historia en la que una princesita que, gracias al buen Jesús, luce, con la estrella, verso, perla, pluma y flor.
La pequeña Monín también aprendió, con el gusto de las palabras que narran con cadencia, aquel poema de Gustavo Adolfo Bécquer que cierra con los versos:
Yo sé que hay fuegos fatuos que en la noche
llevan al caminante a perecer;
yo me siento arrastrado por tus ojos,
pero adónde me arrastran no lo sé.

Letraherida cultivó rosas blancas con José Martí y de sus manos florecieron ramos de rosas como “El dulce milagro” de Juana Ibarbourou. Quiso jugar con la niña negra de Cane, conoció las penas de amor de la niña de Guatemala, también las desdichas del seminarista de los ojos negros y estuvo al tanto del desenlace de la leyenda del cedrón. Con José Gautier Benítez cantó a Puerto Rico, con Luis Llorens Torres se despidió de Collores y caminó por la encendida calle antillana con Palés Matos. Quienes conocen la intensidad de su mirada no dudarían en recitar las palabras de José P. H. Hernández para afirmar que:
Si Dios un día
cegara toda fuente de luz,
el universo se alumbraría
con esos ojos que tienes tú.
Pero si -lleno de agrios enojos
por tal blasfemia- tus lindos ojos
Dios te arrancase,
para que el mundo con la alborada
de tu pupila no se alumbrase;
aunque quisiera, Dios no podría
tender la Noche sobre la Nada…
¡Porque aún el mundo se alumbraría
con el recuerdo de tu mirada!

Mas si se le pregunta a Ramonita qué poema ronda sus ideas con la preferencia de lo que resuena en las entrañas se escucharía como respuesta un canto de rebeldía:
¡Ah, desgraciado, si el dolor te abate,
si el cansancio tus miembros entumece!
Haz como el árbol seco: reverdece
y como el germen enterrado: late.
Resurge, alienta, grita, anda, combate,
vibra, ondula, retruena, resplandece…
Haz como el río con la lluvia: ¡crece!
Y como el mar contra la roca: ¡bate!
De la tormenta al iracundo empuje,
no has de balar, como el cordero triste,
sino rugir, como la fiera ruge.
¡Levántate! ¡revuélvete! ¡resiste!
Haz como el toro acorralado: ¡muge!
O como el toro que no muge: ¡¡¡embiste!!!
Porque la poesía-herramienta que palpita en la nieta de Ramona, es arma cargada de futuro expansivo, es algo como el aire que todos respiramos y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos; pero, sobre todo, en su historia, son gritos en el cielo y en la tierra son actos, lo más necesario.
