Por: Rita Isabel
Al pequeño Carlin (mi padre)
Mirabas perplejo tus manos vacías, sobre todo tu mano derecha totalmente desnuda. Inicialmente habías insistido, reclamado, exigido, increpado. Luego lo habías pedido por favor, habías suplicado, angustiosamente implorado y a fin de cuentas: nada. Más adelante, le seguiste hasta el cuartel con actitud de terca expectativa; allí te expresaste con vehemencia infinita haciendo gala de toda la retórica que tu infantil repertorio de palabras te permitía. Argumentaste una y otra vez; pero nadie hizo caso de tu letanía de razones… Después de tantas palabras, tus manitas quedaron vacías.
Por eso las mirabas perplejo, a tus manos vacías, sobre todo tu mano derecha despojada de tu guante, de tu guante para izquierdos. Allí, ante los ojos de todos aquellos «hombres de ley», tus manos seguían vacías. Él, al amparo de la autoridad que su uniforme le infundía te arrebató el guante de pelota, porque sí o porque equivocó su juicio al ser víctima de circunstancias personales desconocidas para nosotros; y no hubo razón alguna que le convenciera en devolver lo que no le pertenecía. Nadie juzgó prudente defenderte, ni siquiera sus iguales; aunque en sus rostros se trazaba la misma pregunta que surcaba tu mente. ¿Por qué te lo quitó?
Te arrebató uno de los pocos regalos que habías recibido en tu corta vida sin lujos. Nunca habías tenido algo así. Fue un regalo de aquellos buenos hombres con los que jugabas pelota en el parque. Te lo obsequiaron por lo bien que jugabas. ¡Imagino tu sorpresa! ¡Un guante derecho, tan poco común, tan difícil de conseguir!
Levantaste la mirada de tus manos vacías y emprendiste la marcha hacia cualquier lugar que te alejara de estos hombres con uniformes e insignias que les quedaban grandes. Sin perder la perplejidad por lo perdido, caminabas sin rumbo, en cada paso renegabas, rumiabas tu desgracia, refunfuñabas, rascabas tu cabeza en un gesto involuntario de desesperada incomprensión. Cada piedra en el camino se convertía en un proyectil de tu ira y tus pisadas poco a poco se transformaron en patadas de amarga inquina. Y cuando el coraje llegaba al límite y ardías de vergüenza por tus manos vacías: lo viste. Viste a un pájaro en el camino, pensaste que estaba muerto. Pudiste patearlo como a las piedras, mas con resolución tomaste al ave entre tus manos y con vehemente suavidad soplaste su cabecita. Ante tu mirada perpleja el pájaro recuperó el aliento y alzó vuelo. Y ya no te pesó más tu mano derecha desnuda y ya no pensaste más en el guante para izquierdos que te arrebataron. Tus manos ya no estaban vacías, proseguiste tu camino: a manos llenas.
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