El día que votó la mujer con patas de elefante (Tercera parte 3/3)

Por: Rita Isabel

Ana Roqué Cristina Géigel: muere

         Votó, barritó y murió en paz. En el sepelio de la autora de la novela Sara, la obrera, en la voz de sus amistades, se escucharon sus palabras: vamos a emprender la magna… de unir a todos los puertorriqueños. Odios, al infierno. Adiós, salvemos a Puerto Rico. Nadie mencionó sus dos patas de elefante.

          Inválido: el voto de la mujer que dedicó su vida a la transformación de su país fue anulado en los comicios en los que las mujeres alfabetizadas ejercieron por primera vez su derecho al voto. La declaración jurada fue un acuerdo (un engaño piadoso entre Isabel Andréu, Ángela Negrón, el funcionario de colegio que desesperaba por no ver más aquellas patas paquidérmicas y el notario que olía a mabí) para calmar la frustración de la doña con memoria de elefante, y que pensara que había votado. No fue el único caso, con la diferencia de que las otras mujeres que no aparecieron en las listas, se fueron con un sabor empalagoso a emulsión de Scott por no haber votado.

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           En su muerte, la primera mujer en tener su propia imprenta en Puerto Rico, recibió laudos y ofrendas de flores. Más adelante llegó el homenaje enchapado de cemento como antídoto contra el olvido, en remembranza de su quehacer histórico; muchos edificios llevan su nombre con el apellido con el que ella no firmaba sus obras.

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El día que votó la mujer con patas de elefante (Segunda parte 2/3)

Por: Rita Isabel

Flor del valle: divaga

          Tengo ochenta y dos años, dos patas de elefante y hace once meses voté. Recuerdo mi primera carta, decía: hoy tengo tres años, tres meses y trece días. Abuela la guardaba como un tesoro. Yo guardo el recuerdo del sonido de la papeleta al deslizarse por la abertura de la urna y caer. ¡Cuántas veces me lo dijeron, que tenía memoria de elefante! Las suficientes para tener pesadillas en las que la piel de las piernas, poco a poco, se expandía, se cuarteaba hasta trasformar mis extremidades en pesadas patas de paquidermo. Identifiqué de inmediato que tenía el síndrome: elefantiasis; lo soñé de niña. La ciencia es luz divina, piedra filosofal cuyo centro convergente es Dios. Mis paso espanta, pero no causa desbandadas, solamente miradas pegajosas…

         Los pasos de Alejandro y José Julián cuando subían a la azotea, eran más pesados que los de los Manueles. Estampida de elefantes decía; ahora ese andar me pertenece. Recuerdo las tertulias con Tapia, Acosta, Zeno Gandía y Fernández Juncos, en mi casa, en el 33 de la calle Cruz, de mi Viejo San Juan. ¡Miren a dónde hemos llegado! ¿Qué me dices Tapia? La flor del valle tenía voz y ahora tiene voto, aunque tenga patas de elefante. ¡Qué días aquellos con el telescopio que me prestaron de la Junta de Obras Públicas! ¡Qué días estos en los que podemos votar! En la casa sanjuanera miraba al cielo; pero en Buena Vista, en aquellos días de esclavos cabalgaba con mi bolsa de cuero en busca de especies para catalogar. Prohibí los castigos tan pronto llegué. Perdimos treinta mil pesos –decía Duprey– cuando me veía celebrar por la abolición. Salí a trabajar por mis niños vivos: Luis, Borinquen y América; también por los muertos…

          Alcanfor, huele a alcanfor. El cielo de la boca me sabe a champán. Botánica antillana… tantos cuadernos, seis mil especies; quién velará por treinta años de trabajo. Quería vulgarizar mi obra y me dijeron que no: dos veces no. ¿Para qué recibir un doctorado honorífico si no me publican? Era para todos. Porque la pulpa de la guanábana agria, usada tópicamente, hace salir las niguas y cura las fuertes lastimaduras causadas por ellas… Ahora con el voto, todo cambiará. ¿Todo? ¿Cambia? Ojo de agua, todo comenzó en ojo de agua, regreso a estas patas de animal memorioso… a la cabeza, se me subió la champaña.

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Mi abuela niña

Por: Rita Isabel

Tengo una abuela niña con arrugas que se desvanecen cuando saborea memorias y líneas de expresión que se esconden cuando sorbe recuerdos. Ella sigue y persigue las manecillas del reloj, el tic tac del tiempo, como escucha que espera la última palabra. Dice tener un siglo, pero sólo cumple noventa y nueve años a mediados del séptimo mes de este dos mil veinte aventurado; por eso transpira juventud y con cada suspiro camina hacia la infancia.

Mi abuela niña mora en una casa al final de un sendero enredadera. Es un hogar elevado como fronda de un árbol, para llegar a la espesura puedes cruzar un minúsculo puente o subir por una escalera que se sostiene en la belleza de una idea. Si te adentras en sus dominios, es probable que la veas en su trono de madera con cojines de horas y deshoras o asomada por una ventana en busca de las aventuras o desventuras de todos sus retoños. La casa tiene un pasillo infinito que parece dos, una piscina desbordada de hojas, una caja de agua que se hace lluvia y cuartos que cobijan visiones.

Mi abuela niña juega a la memoria, repite mantras y tiene a flor de labios las preguntas quién, cuándo y cuáles son. Si la acompañas a su cuarto, y de camino acaricias con la yema de los dedos las paredes del pasillo, escucharás risas, rezos y secretos. El suelo de su morada es arte de turrón. Hay noches que la casa huela a arroz con dulce, otras a tembleque y una que otra vez a helado de mangó.

Mi abuela niña cierra puertas y ventanas con su voz. Viaja en las noches, visita amistades y cabalga en hermosos corceles. Ella sufre la belleza del que permanece, del que siempre estuvo, del que no se fue. Es una ser de fe.

Mi abuela niña a veces es piel arruga, fina capa y caminar como tortuga. A veces parece que la cuerda se le agota, pero por las llagas de Jesucristo y los abrazos del divino niño la fuerza regresa y el aguante también.

Mi abuela niña inventa historias, a veces ciertas y muchas veces inciertas. En las mañanas pasea por su balcón a vuelta redonda. Ella posa la mirada hasta el infinito para bendecir a su comunidad. En las tardes, antes de perseguir al minutero, se adentra en un libro; puedes escuchar su risa a coro con la de Juan Bobo o escuchar las anécdotas de sus andanzas visitando enfermos con el beato o dialogando con San Juan Bosco y María Auxiliadora. Ella no tiene pelos en la lengua, filtros ni censuras. Escucha lo que quiere y habla lo que no debe.

Mi abuela niña resiste, persiste e insiste. Desayuna remembranzas. Merienda rutina. Almuerza compañía. A la hora de las reminiscencias toma una tacita de café y en la cena se alimenta de añoranzas. Duerme acompañada de la luz y de los quince misterios principales de la verdad y la vida. Mi abuela niña es ternura. Es esencia. Es amor.

En pocas palabras: La charca de Manuel Zeno Gandía

Por: Rita Isabel

¿Cuándo se lee La charca en la escuela superior? Creo que la leí en décimo. El tiempo pasa. La vieja Marta fue el personaje inquietante que me atrapó en mi primer acercamiento a esta novela de Zeno Gandía. Era impresionante su obsesión compulsiva por el dinero. Aunque debo admitir que también Marcelo me inquietó en aquella lectura. Décadas después, en mi segunda lectura al texto, en circunstancias similares a la primera (impuesto por el proceso de aprendizaje) no dejó de atraerme aquella vieja Marta y aquel pobre Marcelo. Asimismo fui reconociendo personajes que habían quedado en el olvido: Silvina, Leandra, Juan del Salto, Ciro, Gaspar, Galante, Ginés, Aurelia… Mas hay un personaje que no quedó grabado en mi memoria en aquella primera vez y que a partir de esa segunda llamó mi atención: Montesa, con deseo de mar, esclavo de lo infinito, parte. Luego regresa a su tierra donde se enraíza con aire de mundo. En esa segunda lectura fue ese personaje el que me atrapó y ganó mi curiosidad.

Sumergida en la visión cinematográfica del paisaje, de la acción desgarrante, de ultraje y bajeza, de impotencia y miseria, en esa ocasión me pregunté por qué no había regresado a La charca, una lectura intensa de esas que impresionan, que se quedan en la memoria. ¿Por qué la leía por segunda vez unos veinticinco años después? Pero con rapidez respondí a esa pregunta con otra ¿Quién podría querer regresar a La charca? Sólo Montesa quiso volver al micromundo de la charca, quizás por eso, el mayordomo, logró atraer mi atención en esa ocasión y me intrigaba (e intriga); pues él regresó a donde yo no había querido retornar.

Las descripciones son impresionantes, la naturaleza humana se retrata sin adornos, nada se esconde, todo está expuesto, crudo, denso; pero narrado con un ritmo que atrapa. Sin embargo, por gusto, por disfrute no quería regresar a chapotear en esa historia. Sólo el reto intelectual, el querer comprender nuestra realidad como nación encharcada en la corrupción y la admiración a la obra de arte me llama a zambullirme.

Si las descripciones, que nos llevan a poder ver lo que ve Silvina desde lo alto, lo que ve Ciro desde un punto bajo, lo que ve Marcelo en algún lugar, son sugerentes, seductoras; el efecto de la bebidas alcohólicas en Marcelo, los ataques epilépticos de Silvina, la obsesión compulsiva de Marta, los pensamientos de Juan del Salto, los diálogos con el cura, el diálogo con el médico nos adentran en una profundidad de la vida en la isla que es eco de la vida en general, y esto es admirable. La mirada a la colonia, a Puerto Rico en el paraje particular de La charca se ve desde una perspectiva amplia y profunda, desde distintos puntos de vista, íntimos. Esencial mirarnos desde todas esas perspectivas…

Esta es una historia trágica, patética. No hay ángulo desde donde se mire, que no se interprete, que la peor parte se la llevan las mujeres. Ni siquiera el suicidio, la muerte por decisión propia, le es permitido al personaje de Silvina: cae, no se lanza.

Lectura interesante, con diálogos de un ritmo atrayente, personajes de piel y carácter, situaciones verosímiles, con prosa limpia y detallista, de una belleza desgarradora que provoca, convence y atrapa; así es La charca. La genialidad de La charca desgarra. Mis respetos a este clásico literario que hay que leer, hoy, con más relevancia que nunca.

En pocas palabras: Es difícil desear retornar a este relato, entiendo que –como rito literario o como ritual cultural– todo habitante de esta isla(sobre todo si tiende a escribir como oficio o a leer por amor) debería sumergirse en la lectura de La charca como si fuera la pila bautismal.

En pocas palabras: Otra maldad de Pateco de Ana Lydia Vega

Por: Rita Isabel

Lecturas esenciales… reitero que hay textos que toda persona que desee entender nuestra identidad nacional, nuestra puertorriqueñidad debe leer y entablar un diálogo, en contexto, con las autoras y autores que nos han narrado, que nos narran. Regresar a ellos, o leerlos por primera vez, en estos días nos puede guiar en el proceso de actuar y trascender de los debates superficiales en las redes a un debate serio y personal para tomar acción desde el discernimiento, separar el grano de la paja; porque hay acciones y actos acomodaticios u oportunistas, hay propósitos y despropósitos.

Recomendé la novela Póstumo El Transmigrado de Alejandro Tapia y Rivera, ahora recomiendo un cuento de Ana Lydia Vega: “Otra maldad de Pateco”. Este cuento, con un lenguaje coloquial y acento a leyenda o a cuento infantil, nos enfrenta a un conflicto muy familiar para todos y todas. Tanto para los que quieren negar que son afrodescendientes como para las personas que lo reconocemos, pero que ante un acto tan simple como llenar el censo nos preguntamos: qué demonios voy a escribir.

Me siento ante el censo como José Clemente, el protagonista del cuento, cuando el dios Ogún le dice: «Entre los tuyos está tu color: cuando seas uno ya no serás dos.» Y me cuestiono: ¿pero es que soy dos? ¿debo negar a mis otros ancestros para definir mi raza? ¿definir mi raza en el siglo XXI cuando sabemos que no existen? Ese torrente de preguntas surge porque no soy de manera evidente negra y tampoco evidentemente blanca, pero la vida me ha enseñado que eso depende de quién me mire. Me refiero a lo de evidente.

Pateco Patadecabra, siempre travieso y burlón, con sus jugarretas es quien da pie al conflicto de este cuento. Así como a Patadecabra le gusta el enredo, a mí me gusta desenredar, hoy la recomendación no se limitará a invitarlos a leer la historia de cómo José Clemente recuperó el color. En esta ocasión la invitación va más allá.

El convite no es sólo a leer el cuento. Me gustaría compartir trabajos o palabras que han resonado en mí en distintos momentos de mi vida y que en estos días en que hablar de racismo y discriminación es ineludible, por razones trascendentes y por las que no lo son también, cobran un sentido particular.

La recomendación incluye: leer el cuento de Ana Lydia Vega, escuchar la canción de Jarabe de Palo “En lo puro no hay futuro”, buscar información y estudiar sobre el trabajo de la fotógrafa brasileña Angélica Dass, buscar las expresiones de Morgan Freeman referentes al racismo en varias entrevistas que le han hecho en diferentes momentos y buscar una entrevista a Roberto Clemente que circula en las redes donde expresa (y uso la traducción que compartió BoriFrases en sus redes junto al video): “Soy negro y puertorriqueño… tengo que portarme bien pues tengo, tal vez, más responsabilidad que otros. Respeto a todos los seres humanos y recuerdo que mis padres me decían que no diferenciara a la gente por su raza, credo o color.» Más adelante añade: «No quiero que me traten como a un puertorriqueño, o a un negro, ni nada semejante. Quiero ser tratado como una persona que viene a trabajar.» Ahí lo dejo para que la busquen y la escuchen completa.

«No hablemos de diversidad porque hay que hablar de diversidad. Hablemos porque es de verdad lo que existe en el planeta en el que estamos viviendo y es la esencia de la especia humana.»

Angélica Dass

«Yo voy a dejar de llamarte blanco, y voy a pedirte que me dejes de llamar negro.«

https://youtu.be/FoIU881KnZM

https://youtu.be/hgOXiZzGE7s

Morgan Freeman

La humanidad debe trascender, es evidente que somos más los que rechazamos cualquier tipo de discrimen (lo que incluye el racismo) y que repudiamos las injusticias; sin embargo, somos más, pero no somos todos. En las estructuras de poder están cobijados muchos de esos que no están en los más. Convivimos con ellos y en ello, es en esa convivencia que debemos trabajar por transformar y trascender para jamás caer en lo que repudiamos. Es momento de erradicar el discrimen, la intolerancia (venga de donde venga, sistematizado o no) y aspirar a superar la tolerancia para lograr celebrar nuestra diversidad y reconocer nuestras raíces: TODAS. El pasado (y las obras realizadas en él) no se puede ocultar ni censurar, ¿analizar críticamente y en contexto?: sí.

En pocas palabras: “Otra maldad de Pateco” es un cuento literariamente exquisito que nos enfrenta a un conflicto y que por ello llama a la reflexión profunda y al análisis crítico, su final siempre me perturba; en fin, una lectura oportuna para estos días.