Viandantes en Libros Pasajeros: La ñ en mí

En lo que la página en blanco va y viene…

Ha llovido desde el más reciente Viandante en Libros Pasajeros. Me emociona retomar este compartir con un escrito de Jordi Salguero Roig. Acompañé a Jordi en su proceso de aprendizaje desde agosto 2019 hasta este mayo de 2025 que celebramos su graduación. Biólogo en formación y fotógrafo aficionado de nuestra fauna y flora nos regala un escrito entrañable, que cada vez que lo leo, me conmueve. No voy a escribir más, les invito a leer…

La ñ en mí (Derechos reservados 2025)

Por Jordi Salguero Roig

El español fue el primer idioma que escuché, aunque no el primero que entendí del todo. Nací y crecí en Puerto Rico, rodeado de una lengua que me pertenecía, pero que a veces sentía lejana. Desde siglos atrás, esta lengua llegó a nuestra isla con los colonizadores españoles, impuesta sobre las lenguas indígenas taínas, como parte de un proceso de conquista que también fue lingüístico. A lo largo del tiempo, el español en Puerto Rico fue transformándose: se mezcló con las lenguas africanas traídas por los esclavos, con los acentos de Andalucía, y más tarde, con el inglés impuesto tras la invasión estadounidense en 1898. Lo que hoy hablamos no es sólo “español”, es una mezcla viva, llena de historia, resistencia y adaptación.

En mi casa, ese español llegaba con otras capas. Mi madre, venezolana, me hablaba con un español caribeño distinto, lleno de dulzura y ritmo, mezclado con cantos de catalán, una lengua que trajo consigo desde su propia infancia. Mi padre, puertorriqueño, me hablaba con el español rápido y musical de nuestra isla, lleno de modismos, cortes y esa cadencia que sólo tiene el boricua. Entre ambos acentos, frases, y formas de ver el mundo, creció mi lengua.

Y, sin embargo, durante mucho tiempo, sentí que hablaba un español incompleto. Esta es la historia de cómo fui entendiendo que mi manera de hablar también es una forma de resistencia, una búsqueda de identidad. Mi experiencia lingüística no es única, pero sí profundamente personal. En esta narrativa quiero explorar cómo mi relación con el español —mi lengua materna— ha estado marcada por dudas, aprendizajes y una constante tensión entre pertenecer y no encajar del todo. A través de recuerdos familiares, reflexiones sobre la historia lingüística de Puerto Rico y conexiones con textos como los de Magali García Ramis. Quiero contar cómo he llegado a valorar mi español no por su pureza, sino por su historia, su mezcla y su locura. Este ensayo es, en esencia, una carta de reconciliación con mi idioma y conmigo mismo.

Desde niño, el español llenaba los espacios de mi casa, pero cada rincón hablaba con acento distinto. Con mi mamá, aprendí a decir “arepa” y “patatús”, mientras que con mi papá escuchaba “mofongo” y “conflei”. Decía muchas palabras cortadas como «voy pa’ la escuela”, yo pensaba que era la manera correcta de decirlo (Así es que lo escuchaba) “¿Y para dónde vas?” me decía mi abuela. Mientras, mi tío decía: “¡Ese muchacho sí que habla como los de aquí!”. Así empezó mi confusión: ¿hablaba bien o hablaba mal?

En la escuela, las maestras marcaban en rojo mis redacciones por no usar los acentos correctamente, por decir “mas” en vez de “más”, o por escribir “matero” y recibir miradas raras de los estudiantes cuando decía esa frase fuera de Puerto Rico. No era solo gramática, era identidad. Cada palabra que usaba llevaba consigo una historia familiar, cultural, social. Me di cuenta de que mi español no era simplemente un idioma que uno aprende en libros, era un espacio de choque entre lo académico, lo familiar y lo cotidiano.

Fue en la escuela donde aprendí que mi español podía ser juzgado. Las reglas eran claras: había una forma correcta de hablar y escribir, y todo lo demás era “mala costumbre”, “lenguaje de la calle”, o simplemente “incorrecto”. Mis redacciones estaban llenas de marcas rojas, no porque no tuviera ideas, sino porque no las escribía como se esperaba. Mi acento, mis palabras, mis formas de pensar en español eran vistas como errores. Nadie me preguntaba de dónde venían esas formas; simplemente había que corregirlas. Recuerdo una vez que leí en voz alta un cuento que había escrito con mucho orgullo. Usé expresiones como “me fui pa’ casa” y “le grité a él desde la varilla”. Me dijo la gente. “Eso no se dice así”, me dijeron. “Se dice: ‘me fui a casa’ y ‘le grité a él desde la cerca’”. Sentí vergüenza, como si mi manera de hablar no fuera correcta.

Poco a poco, aprendí a esconder mi español verdadero con mis amigos en la escuela. Hablaba diferente con mis amigos que con los maestros. En los escritos, me esforzaba por escribir como en los libros. Empecé a pensar que para ser “inteligente” había que sonar como los de la televisión, como los que hablaban con un español más “neutro”. Pero entonces, ¿dónde quedaba mi papá, con su forma firme y orgullosa de hablar como puertorriqueño? ¿Dónde quedaba mi mamá, con su dulzura venezolana? ¿Dónde quedaba yo? Con el tiempo entendí que esa presión por hablar bien no era sólo lingüística, sino también social. Hablar un español académico te abría puertas, te hacía sonar “educado”, “profesional”. Pero también te alejaba, a veces, de tu comunidad, de tu familia, de tu gente. Como dice Magali García Ramis, la lengua no es sólo una herramienta, es un territorio de identidad. Y en ese territorio, yo estaba dividido.

La escuela, sin quererlo, me enseñó que el idioma podía ser una forma de poder. Pero también me dio la oportunidad de rebelarme, de decidir qué tipo de hablante quería ser. Porque hablar bien no es hablar como los libros, sino hablar con consciencia de lo que dices, de por qué lo dices así, y de lo que significa mantener vivas las palabras que vienen de tu historia.

Mientras mi papá me conectaba con el diálogo puertorriqueño, mi mamá me traía un español distinto, más suave, más pausado, cargado de modismos y acentos que venían del catalán. Su forma de hablar contrastaba con la rapidez del boricua; había en su voz una calma que a veces confundía con formalidad. Usaba diminutivos con frecuencia, pronunciaba cada sílaba con cuidado y siempre me corregía cuando decía algo que “no sonaba bonito”.

Con ella entendí que el español era mucho más grande de lo que escuchaba en la escuela o en la televisión local. No se trataba sólo de palabras diferentes, sino de maneras de ver el mundo. En su casa, el idioma tenía una función afectiva: se usaba para consolar, para enseñar, para conectar con la tierra que había dejado atrás. Me hablaba de su infancia en Maracaibo, de cómo allá el español se valoraba como parte del orgullo cultural. Esa influencia se notaba en cómo me enseñaba a hablar. Para ella, hablar bien no era imitar el español de España, sino hablar con intención y respeto. No se trataba de corregirme para que sonara “bonito” según las reglas académicas, sino para que pudiera expresar mis ideas con claridad y sentimiento. A veces, eso me ponía en conflicto. En la calle o en la escuela, el español de mi mamá se escuchaba raro, casi ajeno. Me daba miedo sonar “demasiado venezolano” y ser visto como diferente. Pero en casa, ese español era refugio. Con el tiempo, aprendí que esas diferencias no eran errores ni defectos, sino capas de una identidad compleja.

Gracias a mi madre, descubrí que el idioma también es memoria. Cada palabra suya traía consigo un pedazo de historia: el sabor de las arepas, la música de Rincón Morales, las llamadas que tenía con su familia. Y yo, sin darme cuenta, iba incorporando esas palabras a mi manera de hablar, mezclándolas con las que escuchaba en la isla. Mi español se volvió un puente entre dos mundos, entre dos formas de ser.

Mi mamá no solo trajo de Venezuela su acento, sus palabras dulces y sus frases largas que llenaban la casa, también trajo el catalán, una lengua que heredó de su madre y padre. Nunca lo aprendí de forma oficial, pero crecí oyéndole hablar en catalán cuando cocinaba o cuando se le escapaban palabras mientras hablaba por teléfono con su familia. Me fascinaba cómo cambiaba su tono cuando hablaba esa lengua. Era como si se volviera otra, como si por un momento se alejara un poco de nuestra casa y regresara a otra vida, a otra historia. A veces, sin darse cuenta, me hablaba en catalán y luego se reía, se corregía, me decía «ay, eso no era» y volvía al español. Pero ese “eso no era” también era parte de mí. El catalán me llegaba en fragmentos, en sonidos suaves, en palabras sueltas que no entendía del todo pero que se sentían cercanas, como un secreto familiar que flotaba en el aire.

Por contraste, mi papá hablaba menos. No era callejero ni bullicioso. Era más callado, más reservado, como si le costara poner en palabras lo que pensaba. A veces parecía que en su silencio también había una especie de idioma. Uno que yo intentaba descifrar con sus gestos, sus miradas o sus pocas palabras dichas con firmeza. No hablaba mucho de la historia de Puerto Rico ni de política ni de identidad. Pero cuando hablaba de su infancia, de su mamá, o del arroz con habichuelas de Navidad, se notaba su orgullo. No hacía falta decir más.

Entre mi mamá y mi papá había un cruce de mundos que a veces no se encontraban del todo. Ella con sus historias de Caracas, su amor por las palabras, y ese catalán que salía sin permiso. Él, con su hablar puertorriqueño, su manera de ser sin explicaciones, su español más sobrio. En medio de eso crecí yo, buscando cómo hablar, cómo escribir, cómo ser. Y en esa mezcla, a veces me sentía perdido. Mi español no era tan correcto como el de mi mamá ni tan firme como el de mi papá. Me inventaba palabras, mezclaba acentos, dudaba al escribir. No sabía si estaba «hablando mal» o simplemente hablando como yo sabía. Pero empecé a notar que esa confusión era parte de algo más grande. Era parte de ser hijo de dos islas distintas —una real y otra metafórica— y de una lengua que no siempre se comporta como uno espera.

En la escuela, el español se sentía como una prueba que yo siempre estaba a punto de fallar. Me corregían los maestros, me corregían los compañeros, me corregía mi propia cabeza. A veces no sabía si algo se decía «así» o «asao», si era «carro» o «auto», «muchacho» o «chamo», «espinilla» o «grano». Los sinónimos se me cruzaban como dos líneas que no se tocan, pero corren paralelas dentro de mí. Cada palabra tenía una historia, una región, una abuela distinta. Recuerdo una vez en la escuela en 5to cuando dije «concha» como decía mi mamá, y todos se rieron. Me miraron como si estuviera hablando otro idioma. Y en cierto modo, lo estaba. Un idioma que existía sólo en mi casa, entre mi madre venezolana que también hablaba catalán, y yo. Pero afuera, ese idioma no era válido. Allá afuera había un español «correcto», que no incluía mis mezclas ni mis dudas. Y eso dolía.

En los salones, no me sentía del todo puertorriqueño, porque mis palabras a veces parecían prestadas de otro lugar. Tampoco me sentía extranjero, porque yo era de aquí, nacido en esta tierra. Pero ese «de aquí» no siempre era suficiente. Era como si mi lengua estuviera en una cuerda floja, y cada vez que hablaba, alguien estaba listo para empujarme. Me fui callando poco a poco. Empecé a hablar menos en clase, a evitar leer en voz alta, a quedarme con las dudas para no pasar vergüenza. Sentí que mi forma de hablar decía demasiado de mí, que revelaba una mezcla que los demás no sabían cómo leer. Era como si tuviera un acento invisible que sólo los demás podían oír.

Pero en casa, las cosas eran diferentes. Aunque mi mamá me corrigiera, lo hacía con cariño. Ella entendía mi confusión porque también tenía la suya. Había vivido entre lenguas, entre países, entre formas de ser. Y aunque a veces insistía en que aprendiera bien el español, también me decía que mi forma de hablar era «única», que yo tenía «mi idioma», aunque no lo supiera todavía. Ese conflicto entre la lengua que se espera de uno y la que uno realmente habla —ese desajuste— me acompañó mucho tiempo. Pero también fue el inicio de algo: de una consciencia lingüística, de un deseo de entender de dónde venían mis palabras, y por qué algunas dolían más que otras.

Pasaron años antes de que entendiera que no tenía que elegir entre una forma de hablar y otra. Que no tenía que limpiar mi manera de hablar para que sonara “bien”. Que no hacía falta borrar a mi mamá ni a mi papá de mis palabras. Que podía decir “concha” y también “diablo”, que podía decir “panita” y “broki”, que había una verdad en ese entre-medio que nadie más tenía. Lo fui entendiendo poco a poco, por instinto, a fuerza de cansarme de esconderme. Había algo liberador en dejar de estar pendiente de cada palabra. Empecé a notar que mis mezclas, lejos de ser errores, eran señales de todo lo que llevo dentro. Y eso empezó a darme orgullo, no vergüenza.

Más tarde, cuando conocí los textos de Magali García Ramis, sentí como si alguien hubiera escrito lo que yo ya sabía, pero con las palabras que me faltaban. Ella hablaba desde esa mezcla con una naturalidad que me confirmó algo: no hay que escoger. No hay que justificarse. La identidad no es algo que se encierra en una sola forma de hablar, ni en una sola historia. Entonces dejé de corregirme. Empecé a escribir como hablaba. A reírme de mis propios cruces lingüísticos. A escuchar mejor a los demás, a notar cómo cada uno tiene su forma, su ritmo, su música. Me di cuenta de que todos estamos hechos de pedacitos, aunque lo escondamos. Que no hay un sólo español correcto, ni una sola forma de ser boricua. Cuando alguien me dice que hablo “raro”, no me da vergüenza. Me da orgullo. Porque ese “raro” soy yo, son mis padres, es mi historia. Es mi manera de resistir la idea de que uno tiene que sonar como los demás para pertenecer.

Hoy sé que mi forma de hablar no es una debilidad ni una falla. Es una historia vivida. Es un mapa de afectos y migraciones, de herencias y aprendizajes, de luchas internas y decisiones conscientes. Es también una forma de resistencia, como decía García Ramis, pero ahora lo entiendo con mis propias palabras. Hablar como hablo es resistir la idea de que hay una sola manera correcta de ser. Es resistir la idea de que hay que encajar para valer. Es decir: “yo soy así, y así está bien”. No tengo que escoger entre ser puertorriqueño o tener madre venezolana. No tengo que hablar como en el diccionario para que mi español sea válido. Puedo ser de Cupey y decir “vale” a veces. Puedo estar en Puerto Rico y entender el catalán cuando mi mamá lo dice con amor. Mi lengua materna no vino solo de un diccionario ni de una clase. Vino de la mesa del comedor, de los regaños, de las canciones que mi mamá cantaba mientras cocinaba. Vino de los cuentos de mi papá sobre cuando era chamaquito en el barrio. Vino de oír acentos cruzados y de ver cómo las palabras cambian, pero el amor se queda.

Ahora sé que el idioma no es una jaula, sino un hogar que se construye con cada palabra que elegimos mantener. Yo elegí quedarme con todas las mías, incluso las que al principio quise esconder. Por eso escribo este ensayo. Para no olvidarme. Para honrar a mi familia y a mi historia. Para decir que hablar como yo hablo también es una forma de amar mi isla, mis raíces y mi gente.

Referencias: 

López, Alberto. “La Letra ‘ñ’, La identidad del español en el mundo.” El País, 23 Apr. 2021, elpais.com/cultura/2021-04-23/la-letra-n-la-identidad-del-espanol-en-el-mundo.html?authuser=0.

Academia Puertorriqueña de la Lengua Española. (s.f.). Nuestra lengua. Recuperado de https://www.academiapr.org/ 

Rosario, Rubén del, Selección de ensayos lingüísticos. Madrid Editorial Partenón, 1985

Vaquero de Ramírez, María, Léxico marinero de Puerto Rico y otros estudios, Madrid, Editorial Playor, Biblioteca de Autores de Puerto Rico, n° 7, 1986.

Vaquero de Ramírez., M. (2001). El español de Puerto Rico, historia y presente. instituto de cultura puertorriqueña. 

Marimón C. El español en América: de la conquista a la época colonial, Biblioteca virtual Miguel de Cervantes. https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/ el-espaol-en-amrica-de-la-conquista-a-la-poca-colonial-0/html/00f4b922-82b2-11df-acc7-002185ce6064_2.html 

Alba O. El español del Caribe: diversidad frente a diversidad dialectal, Revista de filología española. (1992)

García Ramis, Magali. La R de Mi Padre: Y otras letras familiares. Ediciones Callejón, 2011. 

Academia Puertorriqueña de la Lengua Española. (2020). Tesoro lexicográfico del español de Puerto Rico en línea. Consultado en https://tesoro.pr/

Collazo Vázquez, Rita Isabel. Curso de Español de Taller 4 Grupo Ñ. S.M.P.R. 2024-2025.

Licencia Creative Commons

Punto y aparte: Aquellos que conocen a Jordi y su trayectoria como estudiante montessoriano se preguntarán qué Guía marcó los errores ortográficos o gramaticales de sus escritos con tinta roja. Eso no es usual en Montessori. Se lo pregunté, sobre todo porque yo marco con una leyenda de colores para ayudarlos a autoeditarse, pero no con rojo. Fui su guía de Español por seis años, desde séptimo grado. Su respuesta me provocó una sonrisa: se tomó la libertad de usar esa realidad en otros espacios o experiencia de otras personas, para que comprendieran mejor su escrito.

Carlos Luis Apalabrado: Quinta entrega

Por: Rita Isabel

Apalabrar = Dicho de dos o más personas: concertar de palabra algo.
Palabras afines: acordar, concertar, pactar, dar la palabra

En La Pica quedó el rastro del pequeño A manos llenas que trabajaba en la panadería tempranito para pagar la matrícula de su escuela y, luego de salir de la escuela, hasta tarde para llevar una libra de pan a su hogar. El mangó centinela se despidió del pequeño Carlin y en su sombra se reflejaron los recuerdos de cuando el hijo de Rosa Rodríguez Aponte rescató media docena de huevos a punto de eclosión que unos chamacos rompían, a sabiendas que estaban fecundados, para ver cómo se estrellaban los huevos y morían los pollitos. Carlin rescató seis huevos, con sus cuidados y el de una gallina culeca: picaron, eclosionaron y salieron a la vida toditos. En las aguas cristalinas del río se escuchó el runrún de los sentimientos de Carlin diciendo adiós: la admiración por el maestro Edelmiro y el respeto místico que profesaba al panadero o respostero Esteban Meléndez.

El maestro Edelmiro Berrios era protestante. Ser protestante en aquella época era sinónimo de prejuicios, juicios y sentencias sociales. Los asociaban con el diablo. Mas Carlin también vivió con el peso de prejuicios y juicios del quédirán. Eso el Apalabrado no me lo cuenta, pero lo sé. Por eso no me extraña cuando dice que respetaba y admiraba al maestro Edelmiro. Berrios tenía un auto: ¡un auto! Era hombre serio, culto y elegante, que vestía con trajes grises y zapatos blancos. El maestro de sus clases favoritas, ciencias y geografía, reconoció su potencial, algo vio en mí dice Carlin rememorando: porque intentó ayudarme a pagar la matrícula de mis estudios, el $1.10: un dólar de matrícula y diez centavos para la Cruz Roja. Repito en mi mente ese: algo vio en mí. El pequeño Carlin, que trabajaba como hombre para llevar el pan, literalmente, a su casa… y pagar sus estudios, no aceptó la ayuda porque su madre le había enseñado a trabajar por lo suyo. Algo vio en el pequeño A manos llenas… y el pequeño de las manos repletas hoy, casi nonagenario, aún se lo agradece: que lo vio.

De Esteban Meléndez me dice, que le gustaría recodar su voz, pero no llega a su memoria porque Esteban era silencio laborioso. El pequeño Apalabrado leyó sus silencios como quien estudia un manual, observó su labor callada como quien ve un video de YouTube para aprender una receta. Así aprendió a confeccionar los deliciosos polvorones (mantecaditos) con los que de vez en cuando nos endulza el paladar. Aprendió el valor del trabajo y el poder de la observación.

Del centro geográfico de Puerto Rico Carlos Luis llegó al Altar de la patria; del sector La Pica en barrio Pueblo de Orocovis al sector La Vega en el barrio Pueblo de Barranquitas. Llegó, como él cuenta, con tres C y una D, un promedio de 1.75. Con ruegos y rezos (probablemente a San Judas Tadeo o San Rita de Casia) su mamá logró que lo admitieran en la Academia Monseñor Willinger, era la única escuela superior en Barranquitas. No fue con ruegos y rezos que pagaron, sino con muchos sacrificios e incesante trabajo por parte de su madre; a él le tocó comerse los libros, aprender las lecciones. Fueron años de mucho estudio y continuaron las carencias. Por su edad fue el único de los hermanos que asistió a la Academia, sus hermanas y hermano menor podían ir a la escuela pública, elemental; su hermana y hermano mayor… se nos escapa el dato. Llegó con 15 años a Barranquitas. A sus quince años los estudios desplazaron el trabajo, cambió el guante para zurdos por unos guantes de boxeo y se unió a los Tarzanes. El río… buscó hasta encontrar las quebradas en la cuna de los próceres.

Allí estaba el joven adolescente en un club para niños y jóvenes estudiantes que participaban de actividades de recreación y deportes inspiradas en la figura de Tarzán. Había grupos en muchos municipios de la isla. No me queda claro si los clubes estaban relacionados a la Liga Atlética Interuniversitaria, pero sí que eran promovidos por productos como Kresto y Denia con el apoyo del periódico El Mundo y una cooperativa.  Los clubes gestionaban viajes, pasadías y hasta concursos.

El que fue sentenciado a que no llegaría lejos no sólo llegó a Barranquitas en su adolescencia y estudió en la Academia con dedicación, llegó con tres C y una D y por su empeño se graduó con un promedio de 3.00. También comenzó a visitar otros parajes de la isla como un Tarzán.

De mes en mes, de trece en trece (o cuando el tiempo lo permita) festejaremos con palabras anecdóticas y brindaremos por el Apalabrado que llegó lejos y a muchos lados.

¿Hasta cuándo? Hasta el 13 de marzo de 2026.
¿Por qué? Ese día el abuelo de Libros Pasajeros (mi papá), cumple 90 años.

¡Festejamos a tiempo y a destiempo!

En pocas palabras: Cita a ciegas (de ferias literarias y otras divagaciones)

Por: Rita Isabel

En pocas palabras: Comparto lo que sientopienso de lo que leo, porque como dice Francisco Umbral… Escribir es la manera más profunda de leer la vida.

Llevo rumiando este escrito desde abril. Mas no fue hasta hace unos días, en una conversación con Jesús A. Zambrana, que el título surgió para organizar las ideas que gravitaban sin orden y concierto.

Desde el 2022 Libros Pasajeros ha dicho presente en la Feria Anual del Libro en Caguas. Cada participación ha sido como una cita a ciegas, múltiple y expansiva, con posibles lectores(as) para Libros Fósforos, Colección Pasatiempo y nuestros libros tradicionales, tanto los de mi autoría como los de J. A. Zambrana.

Para una persona introvertida, que raya en la timidez, y con tendencias ermitañas lanzarse a hablar para dar a conocer sus libros y convencer a ese lector o lectora de que en nuestra mesa habita el libro que está buscando es toda una odisea. Sobre todo, porque muchas de las personas lectoras que visitan la feria ya tienen un libro o un escritor en mente al que van buscando o una editorial o librería de su preferencia. Un junte de autores independientes como Libros Pasajeros sólo logra visibilidad, en el caudal de ofrecimientos de la feria, entablando conversación con cada persona que muestre interés al pasar frente a nuestros libros. Sin embargo, dar a conocer nuestros títulos, luego de la primera experiencia, nos ha dado la oportunidad de cazar historias, pues cada interacción con un posible lector o no, tanto si se da un diálogo como cuando no, es capturar relatos.

Los Libros Fósforos suelen ser la carnada perfecta para provocar una conversación a la que la precede una mirada de asombro, un atisbo de curiosidad o una sonrisa de sorpresa como quien juega con un “Jack in the box”. Cuando me preguntan, otros colegas expositores, cómo me fue en la feria son esos diálogos los que recuerdo y la única respuesta posible es que me fue muy bien. Es difícil no disfrutar de una buena conversación con una persona que, al igual que Libros Pasajeros, tiene la urgente necesidad de leer. Por eso cada año nos nutrimos de anécdotas.

La feria de este año, en la que la consigna era Leer en puertorriqueño, nos regaló instantes anecdóticos muy particulares. Mas debo admitir que este 2025, de ausencias, de ciclos de vida que se cierran, nos obsequió también participar en la Feria de amigos de Cada media hora en Camuy el sábado 14 de junio, gracias a la invitación que recibimos de Izamaris Hernández en abril. Janet Guardiola diría que Izamaris es una de la veintiúnicas y en mis contactos, el Hernández se sustituye por Tinta Verde. Izamaris es la autora del libro Cada media hora y la gestora de una nueva feria a la que le auguramos larga vida.

Por lo que en este año impar llevamos dos ferias de libros y contando… así que se suman más anécdotas.

Comparto cinco de esos regalos feriados o ese capturar instantes para invitarlos a seguir mi lectura lúdica de la vida.   

Citas a ciegas

Por el camino del placer, sobre los abismos de las diferencias, la lectura ofrece puentes colgantes de palabras.

Irene Vallejo

¿Quiere una cita a ciegas? preguntaba cada vez que alguien se acercaba curioso a nuestra mesa. Las reacciones eran diversas y en su mayoría muy amenas. Sí, hubo una minoría que reaccionó con un NO que se sentía a nocaut (“knock-out”) y que me dejaba claro que no estaba dispuesto a jugar, leer ni a dialogar. Confieso que el primer NO… me dejó boquiabierta, pero luego me dio risa. Se vale decir no, pero me parecía más lógico la reacción de quien respondía con una pregunta: ¿una qué? ¿cómo es eso? ¿cómo que una cita a ciegas?

Después del primer día formulaba la pregunta, hacía una pausa y luego añadía: una cita literaria; igual hubo NO. Pero todas las personas que estuvieron dispuestas al juego se fueron con un puente colgante de palabras y uno que otro, además del puente se llevó El sonido de la ausencia, Pasajeros, Libros Fósforos, El olor que dejaste al morir, Trece puntos de araña, Ocaso de Flores, un Tiburón o una combinación de varios de estos títulos.

¿Qué que eran las citas a ciegas? Llenamos una jarra de latón con citas sobre literatura de diversos autores y autoras. A ciegas tomabas una, la leías y… el puente colgante se mecía con el vaivén de palabras. ¿Quieres una cita a ciegas?… cita literaria… búscanos en la próxima feria.

Estudiantes

Y, sobre todo, es imprescindible cuidar a quien lee…

Irene Vallejo

Una de las vivencias enriquecedoras que genera la Feria Anual del Libro en Caguas es que promueve que los estudiantes visiten la feria y se les entrega un cupón de $20.00 con el que pueden escoger el libro que deseen. Llegan oleadas de estudiantes en busca de libros. Cuando los más pequeños se acercan a nuestra mesa, usualmente, interesados en los Libros Fósforos o impresionados con el título de Tiburón, los oriento para que pasen por otras mesas con libros adecuados para su edad o busco uno de los libros que encienden con texto adecuado para ellos. A la niñez no se le puede subestimar, pero tampoco ponerle un libro en las manos sólo por vender. (Lamento decir que el año anterior vi niños con libros en sus manos que no eran adecuados para su edad, pero ese es otro tema.) Por eso me tomo el tiempo de orientarlos. Con los adolescentes la dinámica es similar, pero ahí el proceso suele ser más entusiasta porque hay la posibilidad de que se lleven uno de nuestros títulos o el deseo de lo prohibido. «Prohíbe» un libro a un(una) adolescente y en algún momento lo leerá.

El año pasado un tropel de chicos de escuela superior, con risería integrada, se acercó a la mesa, Jesús suele dejar que yo haga el primer acercamiento. Querían un Tiburón, pregunté sus edades, qué les gustaba leer para dar la negativa y ofrecerles otra opción de lectura. La respuesta hizo que Zambrana entrara en escena; no era para ellos, era un regalo para su maestra de español, querían algo especial, juntaron sus cupones para poder comprarlo, pues tenían sólo uno por cada dos estudiantes y el libro tenía un costo de $25.00. Hubo foto, conversación, firma con dedicatoria e instante memorable.

En este 2025 un chico de 12 años pasó dos veces por la mesa porque quería El sonido de la ausencia. Era insistente, pero no era el libro para él, dentro de unos años sí, pero no a los 12. Orienté, pero insistía: ¿por qué no es adecuado para mí? Ya agotados todos los argumentos persuasivos hacia otras posibles lecturas, respondí con franqueza y sin filtro: porque el libro trabaja los temas de sexo, drogas, alcohol y suicidio. Su rostro fue un poema de comprensión. Desistió. Pero sé que cuando los años pasen lo buscará y se encontrará con una hermosa historia de amor y ausencia.

Mas la anécdota de redondo alegre de este año fue una chica de 17 años, evidente lectora. No tenía cupón. Estuvo un rato en la mesa y contemplaba extasiada la Colección Pasatiempo, sus dedos acariciaron la portada de El olor que dejaste al morir, lo tomó en sus manos y luego lo regresó a su lugar con un gesto que parecía suspiro. Dialogamos y al final me dijo: volveré mañana. Y volvió, hubo un Libro Fósforo de obsequio para ella, foto con El olor que dejaste al morir y sonrisa. No fue la única que volvió, varios lectores, pero en su mayoría adultos siguieron mi consejo de verlo todo primero y luego regresar. Y regresaron porque constataron que lo que les dije era cierto: lo que hay en nuestra mesa es único. También algunas personas que visitaron la feria en años anteriores estaban en busca de nuestra mesa para llevarse otro libro de nuestra autoría o conversar sobre los que leyeron. Debo decir que regresar a nuestra mesa era admirable porque estaba en el rincón más recóndito del salón.

En definitivo confío mucho en nuestro quehacer literario… Hay que cuidar a quien lee… buscar la lectura oportuna, el libro preciso y fomentar la libertad de elección. Por algo la palabra elector esta vinculada a la de lector.

La autora de El susurro de las aves

… es como pararse a contrapelo en medio de lo que bulle y arrastra, un pararse contra viento y marea, como si nos hubieran nacido raíces milenarias en los pies (…), a salvo de la muerte, la mudanza y la prisa.

Carmen Martin Gaite (sobre leer y escribir)

En una de esas redes en las que pueden seguir el rastro de Libros Pasajeros, me topé con un concepto de librería en línea muy particular. Puedes pedir el libro que quieras y la librera hace su magia. Si el libro existe, y está disponible, lo encuentra para ti: Inserta Puerto Rico. Deborah Cristal Soto Bonilla define su quehacer literario con los sombreros de escritora, emprendedora, mamá, promotora de lectura, maestra y de vez en cuando youtuber. Es autora de El susurro de las aves. Libro que leí el verano pasado por gusto, pero con la intención de que pasara el cedazo de entrar en la lista, de alternativas, de libros para mis estudiantes. Este año fue de las opciones de libros que podían leer y quien eligió la novela se conmovió hasta las lágrimas. En fin, que Deb Soto era de esos personajes con los que Libros Pasajeros teje afectos en esa dimensión paralela y al otro lado del espejo. Pero ese ser imaginario: la librera de Inserta, la autora de El susurro de las aves coincidió en tiempo y espacio en la Feria del libro con Libros Pasajeros. Desde Guayama llegó a mi Caguas como expositora. La vi y no pude dejar de pasar por su mesa a presentarme y regalarle un Libro Fósforo. Luego la autora de El susurro de las aves llegó hasta nuestro rincón y fue acción solidaria al llevarse tres de nuestros títulos: Pasajeros, Ocaso de Flores y El sonido de la ausencia.

Conversamos, hubo firmas y sonreímos por conocernos en este lado del espejo. Y ocurrió lo impensable. En un oleaje de gente, entre cientos de libros… la autora de El susurro de las aves detuvo el tiempo y entró en “Al salir del laberinto” y como buena librera quiso saber si los libros del escritor español (personaje de ese primer cuento de Pasajeros) eran reales… No hay palabras para describir lo que es ver el encanto de una lectora transitando por el puente colgante de las palabras que uno ha escrito. Gracias a Deb Soto por regalarme la imagen poética de una librera-escritora-emprendedora-promotora de lectura-maestra-youtuber-mamá que vive entre textos, en un mar de diversos ejemplares, en oleaje de gente, sumergida en la lectura de Pasajeros.

De Caguas a Camuy

Eso es leer, llegar inesperadamente a un lugar nuevo.

Gustavo Martín Garzo

Para la Feria Amigos de Cada media hora en Camuy, invitación inesperada y paraje nuevo, nos retamos para llevar tres ejemplares por cada título de Colección Pasatiempo: El olor que dejaste al morir, Antología o ramilletes de relatos para sonreír, El día que votó la mujer con patas de elefante. Tres ejemplares de cada uno parece poco, pero son libros hechos a mano, cada ejemplar tiene su particularidad. Mas fueron los libros que encienden los protagonistas de nuestra participación en la feria: la carnada.

El día que votó la mujer con patas de elefante nos dio a conocer con dos autoras puertorriqueñas María Zamparelli, que esperamos continuar la conversación que iniciamos en la feria y Yana Faris con quien intercambié letras.

Gracias a Cada media hora, y los Libros Fósforos, me encontré con la Guía Montessori que hace más de 20 años me acogió en su ambiente de Casa de niños en las casitas de la escuela Juan Ponce León en el barrio Juan Domingo para que hiciera mis horas de práctica. Fue un grato encuentro.

Sara, Rafael y yo (el junte de Libros Pasajeros para la Feria en Camuy) agradecemos compartir en Camuy con Izamaris y el club de amigos que gestó esta primera feria y esperamos participar el año que viene. Enhorabuena por esta iniciativa.

Hacia México

… la necesidad de leer ha forjado una sigilosa lealtad entre gente, que sin conocerse, ha empeñado sus esfuerzos en preservar el caudal de nuestros mejores relatos, sueños y pensamientos.

Irene vallejo

En unos días dos de los ejemplares de El olor que dejaste al morir de Zambrana y dos de Antología o ramilletes de relatos de mi autoría viajan a México en cita a ciegas en busca de lectores. El ejemplar de El día que votó la mujer con patas de elefante en unos días saldrá hacia Guayama, hacia unas manos y una mirada que sé que deseaban una cita a ciegas con Ana Roqué. Los dos ejemplares de la Colección Pasatiempo que siguen conmigo están en busca de lectores, si te arriesgas a una cita a ciegas con ellos o con un Libro Fósforo, escribe a librospasajeros@gmail.com.

En pocas palabras: Cada vez que elegimos una lectura nos lazamos a una cita a ciegas, al abrir el libro transitamos como trapecistas en ese puente colgante de palabras que nos coloca en la mirada ajena y fortalece nuestros cimientos. Brindo por más citas a ciegas en ferias librescas, en Camuy, en Caguas, al otro lado del espejo (y en este lado), pero sobre todo en libros.

Comparto: la mayoría de las citas que entretejen este escrito son de El manifiesto por la lectura de Irene Vallejo.

Carlos Luis Apalabrado: Cuarta entrega

Por: Rita Isabel

Apalabrar = Dicho de dos o más personas: concertar de palabra algo.
Palabras afines: acordar, concertar, pactar, dar la palabra

En noche del viernes 13 de junio recuerdo un mensaje que mi hermano escribió sobre nuestro padre apalabrado, por festejo de sus 80 años. Lo busco y lo encuentro, lo leo y transcribo para esta cuarta entrega del decimotercer día, en viernes, del sexto mes:

Las 10 lecciones que todos deberían aprender de papi (Carlos Luis Apalabrado):

1. Los nombres de las personas son opcionales, lo que importa es la intención: Si te llamas Elena, pero te dicen Lilin o si te llamas Carlos, pero te dicen Hiram, lo esencial es que son nombres de personas muy queridas así que tranquilo, no es un despiste, es un acto de amor.

2. Aprende a sembrar, así cuando venga una crisis no pasarás hambre: ¡Coño si tenía(tiene) razón con la cantaleta de la crisis (y de la siembra)!

3. El mejor regalo para un niño es un machete: siempre he querido pensar que era para desarrollar carácter y esas cosas, pero hoy sospecho que simplemente era para mantener la finca limpia.

4. Los cabros son excelentes mascotas: son bonitos, dan leche y te ayudan a madrugar todos los días, incluyendo los domingos. En este sentido también son excelentes mascotas las guineas.

5. Cuando te subas al carro, guía a la defensiva. De esta ni me acordaba, hasta que puse el primer asiento de bebé en la parte de atrás de mi carro.

6. La mejor manera de dormir a un bebé es cantarle “la puerca’e casa parió un lechón, tan chiquitito, pero pipón”.

7. Las vacaciones de verano hay que pasarlas talando en la finca. Fíjense que todos los egresados de “Camp Carlin” hoy en día son hombres de bien.

8. Jesús, Gandhi y Albizu, aunque no estoy seguro en que orden.

9. Los cocos se dan más dulces si la palma está sembrada cerca del pozo séptico. Por si acaso échenle mucho whisky al trago.

10. Come muchas viandas con bacalao, alguna ensaladita y lo que la tierra te produzca. Vive en el campo, lee mucho. Tómate una cervecita o un vinito de vez en cuando y pasarás de los 80 años. Literalmente.

Estas son las primeras 10 que me vinieron a la cabeza, aunque seguramente hay para escribir todo un libro. Sobre todo, hay una gran lección que aprender y es la que hoy nos tiene a todos reunidos y a mi escribiendo: a los 80 (y a los 89 casi 90) se llega mejor en familia.

Carlos Antonio

Secundo estas diez lecciones, primeras diez… Toca escribir la próxima decena. Quizás esa sea otra de las entregas.

De mes en mes, de trece en trece (o cuando el tiempo lo permita) festejaremos con palabras anecdóticas y brindaremos por el Apalabrado que llegó lejos (y de la mejor forma en FAMILIA) y a muchos lados.

¿Hasta cuándo? Hasta el 13 de marzo de 2026.
¿Por qué? Ese día el abuelo de Libros Pasajeros (mi papá), cumple 90 años.

¡Festejamos a tiempo y a destiempo!

Carlos Luis Apalabrado: Tercera entrega

Por: Rita Isabel

Apalabrar = Dicho de dos o más personas: concertar de palabra algo.
Palabras afines: acordar, concertar, pactar, dar la palabra

Un martes 13… me repito. El martes 13 de mayo pasó, como pasó el 13 de abril: sin letras para el festejo, aunque sí luna llena y el deseo de cumplir con la palabra dada. En esta ocasión el tiempo para escribir se esfumó. Ese día no pude quitarme el sombrero de Guía Montessori hasta que el sueño me venció. Mas en mi defensa la anécdota para este escrito lleva añejándose en la punta de mis dedos desde la mañana del sábado 19 de abril.

Mi rutina sabatina incluye pasar las mañanas en casa de mis padres: Ramonita Letraherida y Carlos Luis Apalabrado. La anécdota que hoy compartiré (en el orden que dicta la memoria, tejido que no sigue una secuencia lineal, sino un zigzagueante vaivén de recuerdos) nació en medio de ese hábito familiar.

***

Estoy frente a la lavadora, saco poco a poco las piezas de la tanda de ropa que eché a lavar tempranito, porque como suele decir Carlos Luis: “al que madruga, Dios lo ayuda”. Tomo cada pieza y tiendo cada una en los cordeles para que se sequen al sol. Carlos Luis Apalabrado anda por aquí y por allá en su patio, huerto, jardín. En esa buenandanza, se acerca y me pregunta: ¿Tú sabes quién es Julio Pinto Gandía? Respondo que sí mientras desempolvo en mi cerebro mis conocimientos sobre uno de los sobrevivientes de la Masacre de Ponce. Me comenta su pesar por lo que le ocurrió al licenciado y me dice como quien comenta un dato muy preciado: él iba a ser el sucesor de Albizu y lo desaparecieron. Me lo dice sobrecogido, pero sobre todo compungido. Respondo una obviedad: Nunca se supo qué pasó con él. Provoco con esa respuesta que él se desborde en recuerdos. Evoca con vaguedad aquellos tiempos: habla de los asesinatos, de los arrestos, de la persecución. Aquellos tiempos que llegan a mí a través de los libros y de las pláticas del Apalabrado y la Letraherida en conversaciones de sobremesa o de largos paseos en auto; son sus tiempos y por ello también parte de mi historia personal, además de colectiva. La historia viva roza mi existencia.

Carlos Luis divaga, brinca en el tiempo y me cuenta de cuando solicitó trabajo en la Oficina del Contralor del Estado Libre Asociado de Puerto Rico. Lo investigaron… Lo visitaron en la casa de Levittown que fue el primer hogar de los Apalabrados y Letraheridos cuando aún mi vida no comenzaba, pero mi historia sí. En aquella visita le advirtieron (usa ese término y no comunicaron o informaron) que todo estaba en orden excepto que almorzaba en una fonda que sus dueños eran nacionalistas. Debía dejar de frecuentar ese lugar, esos lugares. Esa mancha en su historial la pasaron por alto y consiguió el trabajo.

Le pregunto por el nombre de la fonda, pero no lo recuerda, sólo recuerda dónde queda. Me comenta con añoranza que le gustaría verificar si sigue allí, me prometo llevarlo en algún momento por aquellos parajes. Me explica que almorzaba en aquella fonda porque la comida era rica, económica y el servicio excelente. Le pregunto si dejó de almorzar allí luego de la advertencia. Responde que sí, pero no por la amenaza (usa ese término y no advertencia), sino porque el nuevo trabajo quedaba lejos de la fonda. Afirma que de lo contrario no hubiese dejado de almorzar con ellos. Le creo.

Regresa al tema de Pinto Gandía. Se arrepiente de no haber preguntado en la Casa Museo Filiberto Ojeda Ríos si sabían qué pasó con Pinto. Visitamos la casa museo como viaje-festejo por su cumpleaños. Nuevamente el tono es de pesadumbre. Me confiesa que cada vez que siembra un árbol le pone el nombre de un nacionalista. A los árboles de cacao que logró con las semillas que le regalaron en la visita a Hormigueros los bautizó con el nombre de Filiberto.   

Regresa al que sustituyó a Albizu Campos en la presidencia del Partido Nacionalista en 1936 (el año en el que él nació ) y me pide con tono casi de súplica que averigüe qué pasó con Julio Pinto Gandía.

***

Me pregunté (y me pregunto) cómo podía pensar que tengo la capacidad de resolver un misterio que nadie ha podido develar en décadas. Mientras una parte de mí se preguntaba esto, otra decía: ¡Eureka, ya tengo la próxima entrega!

En la contraportada de libro ¿Quién mató a Pinto Gandía? de Carlos Quiles, se menciona:

«Don Julio Pinto Gandía, nacionalista puertorriqueño, bravo, firme, indoblegable… Desapareció de los ojos del mundo, se lo tragó la tierra en algún momento a partir de las siete y treinta minutos de la noche del día 18 de septiembre de 1976.» Más adelante añade: «Se lo llevaron, lo desaparecieron y no se sabe quién ni por qué».

Don Carlos Luis Collazo Rodríguez, apalabrado puertorriqueño, trabajador, laborioso, libre pensador… acompañado con sus tres retoños (una chica que estaba a unas semanas de cumplir los 10 años, un chico que en diciembre cumpliría unos seis y una bebé de casi seis meses), en algún momento, a partir de las siete y treinta minutos de la noche del 18 de septiembre de 1976 probablemente escucharía el ulular de un múcaro y meditaría: ¡Cuán lejos he llegado y a tantos lados!     

De mes en mes, de trece en trece (o cuando el tiempo lo permita) festejaremos con palabras anecdóticas y brindaremos por el Apalabrado que llegó lejos y a muchos lados.

¿Hasta cuándo? Hasta el 13 de marzo de 2026.
¿Por qué? Ese día el abuelo de Libros Pasajeros (mi papá), cumple 90 años.

¡Festejamos a tiempo y a destiempo!